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AÑO 1912: VIAJE A PICOS DE EUROPA POR EL DESFILADERO DE LA HERMIDA Y ESPINAMA

VIAJE REALIZADO POR ZABALA Y RELATADO EN LA REVISTA "Por esos mundos"

¡Pulse, para ampliar! "Salimos de Santander a las 8 de la mañana. El ferrocarril del Cantábrico nos deja en la Estación de Unquera, para lo cual han bastado dos horas y media y 4,50 pesetas de un billete de tercera clase.

Junto á la Estación un ómnibus automóvil aguarda; por 5 pesetas en el interior y 3,50 en la baca os lleva hasta Potes, donde rinde el viaje.

Dos horas invierte en recorrer los 41 kilómetros, y a la una y media de la tarde, os halláis frente a la fonda de El Rubio, en Potes, donde os servirán un confortable almuerzo.

Desde Unquera el trayecto es un camino de aventura y bendición. La bien cuidada carretera permite al auto marchar con una relativa celeridad por constante cuesta arriba que subimos durante todo el itinerario. […]

Se cruza el pueblecito de San Pedro de las Balneras, y a 4 kilómetros, y ya penetramos en la provincia de Oviedo, de la que atravesamos los pueblos de Buelles (Kilómetro 7), Mazo (kilómetro 9) y Panes (kilómetro 12) donde para el auto unos minutos.

Nueve kilómetros más allá nos hallamos de nuevo en la provincia de Santander, sorprendiendo al viajero un expresivo cartelón que en letras rojas dice "Carretera muy peligrosa".

Ya desde Panes observamos cómo á los verdes montes suceden las gríseas montañas. Durante unos minutos vemos allá lejos, a la derecha, la irregular pirámide de Peña Mellera, alta, esbelta, que clava su puntiagudo remate en las nubes negras y amenazantes.

Caminamos ya junto al río Deva, de cauce tumultuoso ahora, antes aquietado en anchos remansos, en su proximidad al mar, cuando las aguas salobres se mezclan con las dulces y claras que beben en la madre montaña.

Entramos en el desfiladero de la Hermida. Las paredes del estrecho barranco parecen próximas á juntarse. Apenas si están separadas una de otra una veintena de metros.

El río Deva corre á la diestra de la carretera; á las veces, sus aguas bullidoras métense debajo de aquélla, deshaciéndose en una blonda de espumas al doblar un recodo de la angosta garganta. Obsérvase desde el coche la erosión del agua en la roca, su bárbaro trabajar durante siglos y más siglos, hasta romper aquel dique ciclópeo y salir por otros valles en busca del mar, que á muy pocos kilómetros rompe sus olas en negruzcos acantilados.

A cada instante se suceden cavernas labradas por el río, portentosas marmitas de gigantes, maravillosas grutas de las que penden prodigiosas estalactitas.

El camino sigue en continuo zigzagueo y el río viene en dirección contraria, besando á veces la linde de piedra.

Un monumento ábrese el desfiladero y la carretera salta sobre el Deva por el puente de Urdón.

Aferrada á las escarpas de la montaña, una monstruosa tubería de acero baja desde la cumbre hasta las hondonadas de la garganta: es el salto del Urdón, en el que el agua de los altos lagos da una descomunal cabriola de 400 metros y mueve las poderosas turbinas de la fábrica que abastece de fluido eléctrico á la capital de Santander.

Llegamos á La Hermida, lugar de renombre por sus Termas, é insustituible centro de excursiones al macizo oriental de los Picos. Nos hallamos á 120 metros de altitud sobre el mar, á cuyo nivel estábamos al salir de Unquera.

Sigue el camino en igual forma, ó sea al fondo de la estrecha garganta, y se deja á la izquierda la Ermita de Lebeña, declarada monumento nacional: construida en el siglo IX, encuéntrase muy bien conservada; su estilo es románico primitivo; muy cerca de ella están las ruinas del castillo de Piedragita.

Salimos de aquel fantástico desfiladero, coronado de caprichosas agujas de piedra y corpulentos y formidables picachos. A sus puertas aún, cruzamos el pueblo de Aniezo, á 37 kilómetros de distancia de Unquera, y después el de Hojedo, 310 kilómetros 40, á ¡ilO metros de altitud.

Ya vemos a nuestro frente la villa de Potes, á la entrada del poético valle de Liébana, agrupado su caserío junto la esbelta torre de un castillo, que aún alza sobre sí cuatro gallardos torreones.

En la villa de Potes encontraréis la guía mejor documentada de los Picos de Europa: no es otra que la persona tan estimable de Antonio Bustamante, gran aficionado á la montaña y excelente conocedor de todas sus cumbres. No se trata de un guía, sino de un estudioso, de un hombre que posee datos científicos de inestimable valor, fotografías de los más escondidos rincones, detalles de alturas, nomenclatura y constitución geológica. No en vano fue el acompañante durante seis años del sabio francés conde de Saint Saud, que muy en breve terminará su mapa de los Picos de Europa a escala 1:500.000. El Sr. Bustamante, socio honorario del Club Alpino, os trazará en breves instantes un itinerario excelente al que ajustar vuestras expediciones; él os dará tarjetas para todos los pueblos y personas de la comarca, él hará cuánto le sea dable porque la excursión os resulte amena é interesante; pues además de ser una gran persona es un enamorado de aquella bendita tierra en que tuvo la fortuna de nacer y ahora de vivir.

Después del almuerzo, en la ya citada fonda del Rubio, en Potes, salimos con dirección á Camaleño, al que llegamos al término de nueve kilómetros de carretera. Junto á ella, corre en dirección contraria el río Deva, y muy cerca, al otro lado de su margen izquierda, álzase el elevado macizo do la Tabla de Lechugales, con cumbres de esbelta y difícil silueta como (de derecha á izquierda, vistos desde valle) el San Melar (2.240 metros), Silla del Caballo (2.218), Cueto de la Funciana (2.272), Pico de Hierro (2.436), Punta del Evangelista (2.480), Peña Coutés (2.373); en la otra vertiente de las tres primeras hállanse las minas y el lago de Andara.

Hiéndese el perfil de la Tabla de Lechugales en un profundo puerto, el Collado de (Cámara, á 1.705 metros, subiendo de nuevo á mayor altura en la denominada Sierra de Avenas, cuyas rocas cimeras tienen como altitud máxima 1.873, 1.919 y 1.913 metros, cortadas por dos regulares depresiones.

Desde Potes (350 metros de altitud) hemos subido hasta los 445 metros á que se halla Camaleño, cruzando antes los pueblecillos de Turieno (374 metros) y Baró (425 metros). En Camaleño termina la carretera, y de seguir el camino más corto para el puerto de Áliva, debiéramos ir entonces por la canal en cuyo fondo corre el río Sota, que aquí en el pueblo se une al Deva, y buscar el Collado de Cámara por la aldea de Tanarrio.

Pero nuestro proyecto es el de ir á Espinama, pueblo el más lejano y escondido del valle de Baró. En Camaleño comienza un camino de carros, que muy en breve será carretera, y en fuerte pendiente arriba vamos dejando atrás las aldeas de Los Llanos (615 metros), Besoy (690 metros), Treviño (735 metros), Areñas (700 metros), y Cosgaya (780 metros); al salir de éste cruzamos por un puentecillo el riachuelo de Cavo, que junta sus aguas con el Deva á los pocos metros. Desde Los Llanos, el camino está abierto entre un bosque espesísimo, que nosotros hubimos de cruzar de noche.

A los tres cuartos de hora hemos de cruzar otro puente, pero este sobre el Deva, que desde entonces tenemos á la izquierda, y atravesando la aldea de Las llces (865 metros), sólo nos restan veinticinco minutos para llegar á Espinama, pueblo de una situación excelente, á 874 metros de altura, rodeado de montañas, á excepción, claro es, de la hendidura por donde el río Deva escapa.

Hemos invertido cuatro horas y media en recorrer á pie la distancia que separa á Potes de Espinama. De haber podido alquilar un caballo que transportara nuestros morrales, hubiéramos invertido una hora menos, ya que el peso de veinticuatro kilos á la espalda retrasa la marcha por los obligados frecuentes descansos.

Nuestra excursión coincidió con la reciente cacería regia; por ello, todos los caballos alquilables de aquellos pueblos estaban ocupados en el transporte de la impedimenta considerable de los cazadores. En tiempo ordinario es fácil hallarlos al precio de cinco pesetas por día.

En Espinama nos sorprende agradablemente una iluminación á la veneciana de una verbena improvisada por unas señoritas profesoras de instrucción primaria, que en este encantador pueblecillo disfrutan de las vacaciones estivales.

Nos alojamos en la fonda de Vicente de Celis. Mientras la cena transcurre, vemos cómo en la plazoleta iluminada que se extiende bajo nuestros balcones, las jovencitas bailan al son de un pandero, que una de ellas hace vibrar habílísima y diestra.

Muy de mañana salimos del pueblo con rumbo á la Peña Remoña, esbelto picacho que la noche antes admiramos desde Espinama, apenas iluminado por la luna menguante.

Llevamos de guía á Francisco Llorente, Quico, gran conocedor del macizo oriental.

Cruzamos la aldea de Pido, agregado de Espinama, y siguiendo por un ancho camino carretero llegamos á una enorme pradera que se extiende al pie de un cerrado circo de montañas formado por la Remoña, la Padierna, el Butrón y la Sierra de Valdecoro. Descansamos junto al manantial origen del río Deva, en el lugar llamado Fuentedé (contracción de Fuente Deva).

En constante borboteo surge el agua que proviene de una fuente que nace al pie del Butrón, cayendo al valle en un salto de cerca de 80 metros, para ocultarse bajo tierra y surgir después en el manantial, junto al cual nos hallamos.

Por un antiguo camino de carros, que gatea en agudos zig-zag por la vertiente Sur de la Padierna ó Paviorna (así la llama el guía), nos internamos en la estrecha canal de Liordes. El camino, abandonado hace ya quince años, es detestable, muy pedregoso y empinado. Invertimos dos horas y media en coronar el puerto de Liordes, llegando junto á un caserón, ya derruído, qué sirvió de albergue á los obreros cuando las minas de Liordes eran explotadas.

En una fuente, próxima a las ruinas de la casa, merendamos. El termómetro marca en el remanso del manantial 3,5 grados; el agua es transparente y agradable; esto, unido á su frescor y á que es de caudal perenne, la hacen digna de ser anotada, por ser la única fuente que se encuentra desde el manantial del Deva. El ascenso á La Peña Remoña no es muy fuerte desde el puerto; únicamente el escalar las agujas terminales del picacho ofrece alguna dificultad, y ésta es solo relativa, pues influye mucho la contemplación del cortado á pico que cae por la Canal de Pedaga.

Ya en la cumbre, el panorama que se ofrece á la vista es prodigioso; á los pies el valle de Baró, con el verde lujurioso de las praderas moteado de los puntos rojos y blancos de los pueblecillos; por las dos laderas de monte que limitan el valle, trepan los espesos bosques de hayas y pinos hasta la cumbre de la primera barrera montañosa; tras ésta, á nuestra derecha, mirando al Este, álzanse los picos de Koriscas, Los Embudos, El Sestil y Peña de las Pártigas; más atrás aún, Peña Lara y el llamado Pico de Tres Aguas (Asi llamado por nacer en él el rio Saja, queda aguas al Cantábrico; un arroyo afluente de! Ebro, que desemboca en el Mediterráneo, y el Pisuerga, que por el Duero, desagua en el Atlántico.)

A nuestra espalda, los montes de Palencia y de León, desgarrando sus cumbres un espeso mar de nubes que sobre ellos se cernía, y á mano siniestra la espléndida filigrana de piedra de los Picos de Europa, y como reina de ellos, elevando sus torreones cimeros sobre aquel encrespado oleaje de montañas, la Peña Vieja, con manchas de nieve en las umbrías.

El descenso lo hemos realizado por la pedregosa Canal de Pedaga, en cruzar la cual se invierte media hora de marcha rápida, casi corriendo, desembocando en una inclinada pradera para internarnos después en un bosque muy nutrido de encinas, á cuya salida encontramos el camino de Pido, llegando al anochecer á Espinama.

La niebla, espesísima, acompañada de una ligera llovizna, nos acompaña durante las primeras horas de la mañana siguiente.

Subimos por el tortuoso camino que conduce al Puerto de Aliva; al poco tiempo de marchar por él alcanzamos á un arriero, que en dos borriquillos conduce una descomunal provisión de pan y vino para la cantina de las minas de Aliva.

Muy amablemente nos invita á que dejemos nuestros morrales (¡que pesan una tontería!) sobre los pollinos de su cargo. Llámase el anciano Alejo López, y con una encantadora parla, nos dice de sus correrías por la montaña en los tiempos en que él iba á reléeos.

Háblanos de aquellos hayedos que son guarida de osos; de las sendas lobiegas (frecuentadas por los lobos), de las cumbres por él y nosotros tan admiradas, ahora encaperuzadas por unas nieblas tenazmente densas.

Aquella noche comentamos mis camaradas y yo en la caseta que nos sirvió de albergue la virtud hospitalaria y cariñosa de todas las gentes de esta comarca, que no cesan en sus atenciones afabilísimas para el excursionista. En los caminos, encontráis unos chicuelos que cuidan de unas vacas, y los niños se descubren á vuestro paso y os despiden con un ¡buen viaje!, extrañando sobremanera la cortesía de estos pequeños montañeses. En las casucas perdidas en el espesor del bosque ó en las altas praderías, sus moradores os invitan á reposar la fatiga de la jornada, y os brindan una herrada de leche fresca y pura y un trozo de borona (pan de maíz). Y vuestro asombro crece, cuando os devuelven la moneda con que queréis recompensar aquella atención, y se indignan honradamente si persistís en dejarla en manos de los niños que juegan en la puerta.

Al término de una hora de camino atravesamos el lugar de Igüedri, destinadas sus casetonas para albergue de ganado durante el invierno.

Ya el ancho sendero hácese menos pendiente y se interna en un breve desfiladero, el Boquerón, por donde escapa con dirección á Espinama el Arroyo Sargüeso, que nace á pocos pasos del estrecho que ahora cruzamos.

Las nubes, enredadas en las escarpas de los picachos, nos impiden contemplar el panorama que las cumbres deben ofrecer. Seguimos por la ancha senda y damos vista al chalet que la Real Compañía Asturiana de Minas ha hecho construir en la planicie del Puerto de Aliva, y en el cual se alojan el Rey y sus invitados.

Ha sido una fatalidad coincidir en nuestra excursión con la cacería regia.

En todo el sendero, desde el puesto, hállanse destacadas innúmeras parejas de Guardia civil; en torno al chalet de Don Alfonso, varias tiendas de campaña se agrupan en número de doce; multitud de gente pulula por la explanada del Campamento, trayendo y llevando órdenes; de una tienda surge una chimenea metálica, que vomita un humo densísimo, es la cocina; á la puerta de otra, varios soldados de Administración ríen y se divierten; con nosotros se cruzan dos embozados, caballeros en trotadores potros; van acurrucados en los capotes de monte, las manos forradas con peludos guantes la testa medio oculta por un gorro de lana y piel; van camino de Espinama.

El contraste que con nosotros ofrecen es curioso: ellos asomando tan sólo las narices por entre el fardo de capotes y mantas con que se resguardan de un frío imaginario; nosotros con la pelambre al viento, en mangas de camisa y los brazos morenos y curtidos al aire. ¡Qué diferencia entre los que vienen á la montaña á satisfacer sus ansias de vida sana, de aire puro, de panoramas salvajes y bravíos, y los que por obligación han de llegar á ella en su calidad de acompañantes ó servidores de otros! Lo gracioso es que hubo quien nos miraba con aire de ridícula superioridad. ¿En qué sería superior?

Almorzamos junto á una fuente que brota en la falda de las Peñas de Juan Toribio. A las dos de la tarde reanudamos la marcha, y después de subir y cruzar la depresión de Horcadina de Cuevarrobres, en que se hunde una estribación Sur de la Peña Vieja para unirse á Sierra Arredonda, seguimos por un sendero casi llano, que nos lleva hasta otro portillo, llamado Horcada de la Poza, en el cual hacemos alto y desde donde escuchamos el atronador estampido de los disparos de los cazadores y el griterío de los ojeadores.

De allí no podemos pasar hasta que la cacería no termine. Hacemos tiempo subiendo á una pequeña torre de la falda de Peña Vieja y de ella á otras mayores.

Cesa el tiroteo y nos dirigimos al casetón de Lloroza, donde esperamos albergarnos aquella noche. Llegamos á él y tenemos la desgracia de no encontrar á ningún ingeniero de los que allí residen habitualmente á quien poder presentar las tarjetas de Alberto Oettli, ingeniero de la Siemens-Sucker, de José Manuel Kindelán, ingeniero industrial, y del colaborador de "Por esos mundos" y redactor de "La Tribuna", José Fernández Zabala.

Las reciben unos conserjes ó encargados que no quieren leer la carta de recomendación que ha dado á su pariente Kindelán el ingeniero don Benigno Arce, descubridor de casi todas aquellas minas y organizador de su explotación, y á quien en toda la comarca veneran, respetan y quieren.

Lamentando que aquellos desgraciados vengan á manchar con su nota de grosera estupidez las maravillas del paisaje que nos rodea, nos marchamos á otra parte con los morrales (aquellos morrales asesinos que encerraban las vituallas para tres días de alta montaña). Toma nota del casetón de Lloroza, para no incluir en tus expediciones el paso por aquella sucursal de Zululandia, al menos mientras siga habiendo allí conserjes ó criados tan insolentes.

Nuestro guía, Francisco Llórente, nos indica la relativa proximidad de un albergue abandonado, el de Fuente Escondida, á 2.043 metros de altura, donde aún quedan los restos de un cable de conducción aérea de mineral en las ya agotadas minas de Altaiz y Hoyo sin Tierra.

A él nos dirigimos, y á medio camino nos cruzamos con la comitiva de cazadores, al frente de los que marcha, á un paso fuerte y duro de montaguard, S. M. el Rey, que nos saluda afabilísimo. En el grupo marcha don Pedro Pidal, marqués de Villaviciosa, el conquistador del Naranco de Bulnes.

Seguimos senda arriba, y mucho antes de anochecer llegamos á la caseta de Altaiz, completamente desmantelada, y que arreglamos de cualquier modo.

Entre los ojeadores de la cacería regia hemos escogido uno, Pedro López, para guía en nuestra expedición de mañana. Después de acarrear leña á un departamento que fue cocina, el guía Francisco se despide, y parte camino de Espinama, por la canal de la Gendua, en la vertiente Sur de la Sierra Arredonda y por Fuente Deva.

Decirte, lector, que lo pasamos bien aquella noche sería engañarte: durmiendo sobre unos tablones, á 2.040 metros de altura, en una noche de viento formidable, y sin más abrigo que la pelerina ó capa de montaña, no es posible exigir que el sueño llegue.

A las seis de la mañana estamos dispuestos para marchar. Descendemos vertiginosamente por la empinada y pedregosa ladera de Hoyo sin Tierra, sorprendiéndonos en el trayecto una avalancha de pedruscos, promovida por un rebeco que huye en los altos de la montaña.

Después del descenso comienza la subida fuerte y un tanto penosa por la vertiente Sur de Peña Vieja. Entramos en la angosta hondonada de la Canalona. A un lado y otro se alzan imponentes las agujas de Santa Ana, algunas inaccesibles absolutamente; otras, brindando con sus grietas emocionantes escaladas.

¡Pulse, para ampliar! En una gruta natural reposamos la jadeante ascensión; desde allí contemplamos en derredor nuestro el majestuoso circo de montañas que rodean el Hoyo sin Tierra: de izquierda á derecha elévanse las cumbres afiladas de Punta Madejuna (2.521 metros), Tiro Llago (2.503 metros), la Torre del Llambrión (2.638 metros), Punta de Horcados Rojos (2.469 metres), la Punta de Santa Ana (2.565 metros), á cuyos pies nos hallamos; volviendo más á la izquierda, se admiran las torres agudísimas que la Peña Vieja lanza al Sur, y entre ellas, al fondo, el mar de nubes que se cierne sobre el valle de Baró.

Proseguimos el ascenso por una estrecha grieta de Santa, Ana, y conseguimos alcanzar el Collado de la Canalona, donde descansamos junto á un extendido nevero.

A las once emprendemos el ataque al Pico de Santa Ana por la falda que mira al Collado, y á la media hora ya hemos dominado varias de las gigantescas torres que le circundan; aún restan varias, de las que podemos prescindir para llegar á la cumbre; pero hay una, que se yergue esbelta y cuya gallardía parece invitarnos á conquistarla; nos decide á realizarlo el mohín de incredulidad que el guía hace cuando le proponemos atacarla.

¿Cómo hemos subido? No lo podría explicar; sólo sé deciros que hubiera querido ser miriápodo, porque había momentos en que necesitaba tres ó cuatro manos más y otros tantos pies.

La torre innominada ha sido vencida; nosotros, por ese derecho de primeros ocupantes, la hemos bautizado con el nombre de Torre del Madrileño; hemos dejado sobre su cimera una pirámide de piedras y bajo ellas nuestras tarjetas. Ahí queda rememorada la conquista en una fotografía para la íntima satisfacción nuestra. ¡Oh vanidad dé los humanos!

JOSÉ FERNÁNDEZ ZABALA. Por esos mundos (Madrid). (1/10/1912). Transcripción ValledeLiebana.info


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