Por Eduardo García de Enterría, de la Real Academia Española (publicado el 22 de noviembre de 1997 en ABC).
Las espaciosas laderas y las terrazas colgadas de los montes interminables, llenas de hayas unas y otras (más abajo, de robles), en que se descompone el singular Valle de Liébana, alcanzan en estos días su mayor punto de esplendor. El inmenso y movido bosque adquiere en esta época los tonos rojos, siena, cobre, amarillo en los chopos que marcan los innumerables arroyos que serpean pendiente abajo, con que la paleta del otoño pinta esa enorme masa forestal para hacerla inolvidable a los ojos asombrados de sus contempladores.
Liébana es una gran caldera que delimitan, por su lado norte, la Cordillera Cantábrica, que alcanza allí las alturas más altas de su largo recorrido, las únicas que sobrepasan los 2.500 metros, y por el sur los Picos de Europa, que la cortan del mar (entre Ribadesella y San Vicente de la Barquera), Picos que son un extraño macizo de caliza dolomítica como no hay ninguno tan extenso en la Península y que los hacen semejantes a los Alpes, aunque en medidas más reducidas (sus alturas sobrepasan los 2.600 metros, su longitud es de 40 Kilómetros). Un espolón que culmina en los 2.042 metros de la mítica Peña Sagra (el monte Medullio de los cronistas romanos, que situaron allí el último y heroico reducto de los cántabros frente a Roma), une la Cordillera con los Picos, que se encuentra con éstos en el Desfiladero de la Hermida en la Peña Ventosa (1.423 metros).
El Valle comienza con 90 metros de altura en la Hermida, 300 en su capital, Potes, 1.000 en los pueblos más altos (1.100 tiene el Parador Nacional de Fuente De), lo que quiere decir que las alturas relativas suelen ser espectaculares. Pero la caldera lebaniega no tiene, entre tan altas y tan marcadas paredes, el fondo plano, como un plato, sino que él mismo está cruzado y entreverado de nuevos montes y nuevos valles y desfiladeros (el espectacular de la Hermida, 20 Kilómetros horadados en plena roca, por donde discurre el río Deva), y por cantiles y desplomes, que hacen que el conjunto resulte inextricable a la primera mirada. Las hayas decoran precisamente la parte alta de este formidable conjunto de montañas, hasta llegar a la caliza de los Picos, parte alta que comienza a partir de los 1.100 metros en la solana, bastante baja (hasta 700) en la umbría. El hayedo es un monte hermoso e incomparable. Es singular su masa compacta, que cubre la totalidad del suelo, al que sobrevuela con una bóveda continua de hojas menudas, que el viento agita con facilidad y en donde el sol ensaya sus proyectores y sus sombras, dando lugar a un cabrilleo móvil e inacabable. Sólo algún acebo, con su verde oscuro acharolado, y algún serbal resisten el imperio exclusivista de las hayas. Los troncos, altos en la trepada hacia el sol, que el techo de hojas continuas hace cada vez más escaso para los nuevos brotes, son blancos, como las columnas de un templo. El suelo y el sotobosque suelen ser limpios, porque la hoja que allí cae se convierte en humus enseguida y porque la sombra dominante ahoga el crecimiento de hierbas y de arbustos. Pocos bosques más bellos que un hayedo cuando está en ese esplendor de su fuerza biológica, con su aliento fuerte, poderoso y extenso. Pero, con todo, la culminación de la belleza del hayedo se la da precisamente el otoño, cuando, en el último esfuerzo de su vitalidad, ya casi agonizante, sus hojas comienzan la variación cromática del cobre al siena y que finalmente concluye en el rojo perfecto, culminación tras la cual, como el sol poderoso que se hunde a la tarde tras de los montes, ya mueren. Comienza entonces el largo sueÅ„o invernal de las hayas, a las que sólo la tardía e insistente primavera hará despertar.
Asomarse a las laderas donde el hayedo lebaniego reina en esta fase otoñal, durante los largos Kilómetros del descenso del Puerto de Piedras Luengas, que es el portillo más bajo (1.365 metros) de Liébana con Castilla, o desde el Puerto de San Glorio (1.609 metros), que es el paso hacia el Valle desde León, o los más extensos aún que bajan desde el collado de Remoña (1.800 metros) por los montes de Salvorón hasta Cosgaya (800 metros), o los que arropan la ladera entera del largo cordal de Peña Sagra (2.040 metros); o para descansar de grandes magnitudes, contemplar los pequeños rodales de hayas colgadas sobre el paredón del Macizo Oriental de los Picos de Europa (encima de Brez, por ejemplo), o a lo largo de toda la espectacular y cambiante ruta entre Aliva y Mogrovejo, una de las más hermosas de las que la vida puede depararnos, por no citar el pequeño hayedo colgado en el curso mismo de la Canal de las Arredondas (aunque esto es ya en las aguas vertientes a León), constituye uno de los placeres visuales más exquisitos, refinados e inolvidables para quien lo practique con ojos inocentes y dispuestos.
Las hojas coloreadas van cubriendo poco a poco el suelo alfombrado, por el que es una dicha pasear, dejándose penetrar por la finura del aire, amielado también por el sol declinante. Al siena y al rojo de las hayas (al cobre de los robledales, que las suceden en el sucesivo «piso bioclimático»)se contraponen los amarillos más bajos de abedules y chopos, éstos marcando los arroyos y ríos que desaguan el enorme hoyo a través del río Deva, que ha tenido que horadar su salida por el Desfiladero de la Hermida, 20 Kilómetros de caliza perforada, torturada y, finalmente, vencida. El verde lo pone el encinar que seÅ„orea (más bien el "carrascal", pues la encina, es poco más que arbustiva) la parte baja del valle con sus hojas perennes. El blanco pertenece a los altos troncos de las hayas, a medida que se desnudan del follaje y descubren el recinto hasta entonces ocultado por sus densas copas, así como a las primeras nieves, que en esta estación comienzan ya a adornar las altas cumbres. Los azules los dan, aparte del cielo, los montes alejados en los segundos términos. Los Picos prestan su gris y también su naranja, cuando reflejan el sol de la tarde. Una explosióón de colores, matizados hasta el infinito, inunda el valle y lo envuelve en un esplendor que desconcierta y emociona, que caldea como pocas cosas nuestro corazón cansado, cuya melancolía se acuerda pronto con la inmensa sinfonía que contempla y que escucha.
Liébana otoñal es un regalo, que conviene pasear con demora, buscando el constante cambio de perspectiva y descubriendo composiciones y variantes interminables. Las pequeñas aldeas y caseríos, más los "invernales" que guardan en praderías y puertos el heno para el invierno que se anuncia, los viejos tejos milenarios, esparcidos en pequeños grupos, los testimonios históricos y artísticos excepcionales que guarda esta comarca aislada -el monasterio más antiguo de España entre los que conservan culto, Lebaña con su iglesia prerrománica, Piasca con sus capiteles románicos, las viejas casonas- constituyen un atractivo más al prodigioso paisaje, que es un paisaje humanizado y cálido, por encima de su imperiosa fortaleza física.
Hace años propuse que debería emprenderse una promoción turística hacia esos bosques otoñales de Liébana, al modo como los norteamericanos han hecho con sus enormes bosques de arces (el arce es el árbol cuya hoja ha acogido la bandera de Canadá como emblema) en Vermont, donde han organizado un «Fall Folliage Festival», que atrae millones de ciudadanos de otros Estados y especialmente de las grandes ciudades, ansiosos de contemplar directamente la vida profunda de los bosques primigenios, entonces vista y sentida en esa fase, secreta aunque vibrante, que se hace sensible y visible casi hasta el sollozo. Mi propuesta no ha sido nunca seguida, que yo sepa, por los servicios administrativos o asociativos de turismo. La sustituyo aquí por una invitación personal a quien me lea y a quien atraiga la policromía desencadenada y en movimiento interminable y emocione lo que, con la expresión de Juan Ramón Jiménez, podemos llamar "el animal de fondo" que late y vive en el seno de una naturaleza excepcional. Las laderas palpitantes de las montañas de Liébana en el otoño -que allí llaman, con preciosa palabra, "tardíu"-, no les dejarán indiferentes, puede asegurarlo