Píldoras de Historia

La primera visita de Pereda a Potes,
contada por Ildefonso Llorente

Gabino Santos Briz

06/03/2021

El primer domingo de marzo de 1871, hace ahora, por tanto, 150 años, el escritor José María de Pereda llegaba por primera vez a Potes invitado por Ildefonso Llorente. Unos cuantos años después, Llorente relató, en tono jocoso, las "torturas" a que sometió al famoso novelista. Copiamos a continuación este relato incluido en la revista "Gente vieja" del 10 de enero de 1901:

Multitud de documentos y libros de historia han hojeado, y lo que en ellos se decía con presteza y de corrido aprendieron, á por á y c por b, mis estimados y respetables amigos el ilustre y ahora ya difunto cronista de la provincia de Santander, D. Ángel de los Ríos y el sin rival bibliófilo regionalista D. Eduardo de la Pedraja; pero ninguno de ambos envidiables eruditos, ni tampoco el incomparable prodigio de erudición útil D. Marcelino Menéndez y Pelayo, habrá tenido el disgusto de leer en infolios, ni en volúmenes de menor tamaño, antes de ser por mí escrita, puntualizada relación del auténtico suceso que a referir voy.

Nota preliminar he de poner, tristona, pero necesaria, para que se comprenda el motivo de haber yo en memorable ocasión narcotizado (crimen, de que no he pensado aún, ni sé cuándo pensaré, en arrepentirme) al ínclito escritor D. José María de Pereda.

Es el caso, y empiezo ahora la nota, que hallábame en Potes descansando de mis fatiguillas de la guerra de África; y por leer con luz artificial después de acostado, enfermé de los ojos en Diciembre de 1860: con tal suerte, que, por virtud del talento y el saber de un médico perniano, con cuya asistencia me fue preciso apencar, lo que era sencilla irritación de los órganos visuales llegó antes de que una semana transcurriese, a muy poco menos de irremediable ceguera.

Por completo y para siempre ¡para siempre! Aún, pensándolo, me crispo, habría yo quedado ciego, si una mañana, con el genio que Dios me ha dado, no hubiera "montado carabina"; o, lo que viene a ser igual, si no me hubiese ahorcajado sobre un penco, y, guiado por el dueño de él y con triple venda negra en mis ojos, no hubiese atravesado deprisa por los distritos de Liébana, Peñarrubia, Lamasón, Rionansa, Cabuérniga, Rocín [sic] y Torrelavega, para llegar, como llegué, en la noche del segundo día, a Santander. En esta ciudad me vio enseguida un médico, bienhadado sea, el doctor Corpas, quien, admirando la ciencia del perniano, fijó un método curativo totalmente opuesto al que me estaba ya dejando feo y a obscuras.

Resultó que, pasadas veinticuatro horas, comencé a ver... claro el buen éxito del viaje; y, transcurridos tres días más, me vi del todo... sano. Pero quedáronme pegados al alma, para mientras me dure la vida, dos horrores: uno, el horror al caso posible entonces, hoy no, de tener que sujetarme, para en cualquiera enfermedad, a los recipes del sabio galeno aquel de Pernía, al cual tenga Dios en santa gloria; y otro, el horror a la lectura hecha con auxilio de luz artificial por quien esté acostado; esto último es para mí, desde aquel tiempo, el horror de los horrores.

Bueno.

José María de Pereda hacia 1876

Pues, terminada la historieta, comienzo aquí la historia, diciendo que once años después de mi ya mentada curación, o sea en la tarde del primer domingo correspondiente a Marzo del año 1871, entró por primera vez en la comarca liebanense D. José María de Pereda; el cual, poco antes de llegar a Potes, se apeó del coche, para recibir los afectuosos saludos de varios individuos que allí, no ciertos, pero sí deseosos de que llegara, esperábamos. Con aquella más blasonada que literata compañía, siguió a pie, a lo largo del pueblo, hasta la plaza, en cuyo extremo occidental vio el noble viajero abiertas para él de par en par las puertas de una que le pareció casona, donde entró, y la cual, por este solo suceso, quedó glorificada para mientras haya en sus cimientos piedra sobre piedra.

Entraron también y permanecieron allí buen rato los acompañantes, y luego fueron llegando otros señores de nota y pergaminos en la villa: hasta que, bien entrada ya la noche y cenados los aldeanos guisos, que mi familia pudo y supo hacer, guié al insigne huésped hasta el dormitorio que se le había preparado.

Sea porque en Santander hubiese oído que era etiquetero y muy puesto a enfriar el señorío potesano de entonces, y, por no habernos tratado antes, creyera que mi familia y yo, gentes sencillotas de verdad, estábamos también tocados de la cumplimentera peste; sea porque, rendido por las molestias del viaje, quisiera descansar y entregarse al sueño lo más pronto posible, lo cierto es que ninguna observación hizo el famoso literato, cuando me despedí, deseándole buena noche. Y buena la hubo de tener; y como es como un bendito, hubo de dormir, pues a la siguiente madrugada, lo recuerdo bien, no tenía ojeras.

Mas por cuanto, al mediar la mañana y apenas servido al Sr. Pereda el desayuno, llegó, para saludarle y ofrecerse a él, numerosa reunión de visitantes, venidos de una aldea; y no bien con honradas pero ásperas manos estrujaron unos la derecha del amadísimo viajero, en tanto que otros le atenaceaban la izquierda, todos apretando con ciclópeo afán en prueba de cariñoso respeto, ya otro grupo, llegado de otra aldea, subía zapateando con estrépito a descoyuntar con amorosos apretones los dedos y las muñecas del gran hombre. Y un nuevo pelotón de ricachos aldeanos, atropellándome a codazo limpio, pues yo tenía el voluntario y envidiable cargo de introductor de embajadores, penetraba en la sala, y saludando con el allí muy usado:-¿Qué tal?... ¿Y por allá?..., queriendo con esta última pregunta aludir a la familia ausente, magullaba las manos del excitadísimo, si sonriente escritor. Y así, con aquel continuo entrar de saludadores, procedentes de un pueblo, y de otro pueblo, y de muchos pueblos más, pasó una hora, y otra luego, y después otra, y la procesión no tenía trazas de acabar en todo el día.

Pero hubo un momento en que, gracias a repetidas indirectas, con que, a lo padre Cobos, anuncié a los nuevos grupos que era preciso aguardaran a que el huésped fortaleciese un poquillo el estómago, pudimos sentarnos a la mesa, pasada con mucho exceso la hora prefijada para la comida.

Aun entonces hubo visitantes que llegaron de refuerzo y entraron en el corredor; y al verlos y al notar que el edificio, con ser fuerte, retemblaba por el pisar de los señores que en la escalera, la antesala y la sala, se iban amontonando por docenas, fue preciso terminar la modesta comida, antes y con antes, y salir, yo a gritar, que no decir nombres de personas y de aldeas, y el Sr. Pereda a soportar descoyuntamientos, si alguno quedaba por hacerle, en sus honradoras manos.

La verdad, porque quiero confesar públicamente mi pecado, tal y tan gordo como fue: aunque lamentaba yo, como si fueran sufridos por mis dedos, los dolores que, a no dudarlo, experimentaba en los suyos el escritor egregio, retozábame en los adentros del alma un júbilo grande, extraordinario, al ver al Sr. Pereda hecho víctima de aquellos cientos de estrujones cariñosos. Y me desvivía, temiendo que no llegaran, o llegaran tarde más visitadores, que me constaba apetecían el momento de poder achuchar las manos del que, aún sin diploma entonces de ello, era legítimo inmortal de la Española.

El sentimiento de pena que me acusaban las mortificaciones de que estaba el Sr. Pereda siendo objeto, llevábame a pensar cuánto para él seria en aquellos instantes más grato recorrer la villa y observar por todos lados Tipos y paisajes preciosísimos, como él los describe; trazar, como suele, magníficos Bocetos al temple en una calle, y magistrales Esbozos y rasguños al llegar a otra; seguro de hablar en todas ellas Los hombres de pro, admirables de aquel tiempo, vana y malamente imitados por las gentes de hoy. Y terminado el saludable cuanto recreativo paseo, ¡con qué gusto (pensaba yo; cogería el Sr. Pereda un libro para leer un rato, sin que le interrumpiera nadie! A fe que no muchos libros, pero buenos sí, tenía cerca; pues en casa estaban, forradas en pergamino rugoso, las obras completas de los clásicos latinos; y en buen castellano escritas, las del padre Granada, las de fray Luis de León y las de Santa Teresa de Jesús; no faltaba una edición del Persiles y Segismundo y otra de El Ingenioso Hidalgo, de Cervantes; ni tampoco estaban fuera del estante el Guzmán de Alfarache, La Araucana, las poesías todas, y algunos libros en prosa de Quevedo; y con otros también antiguos, allí estaban los más modernos, titulados El Hombre feliz y Recreaciones filosóficas del padre Almeida, igualmente que obras de Balmes y una buena traducción de El Genio del Cristianismo, junto a libracos de Historia, viejos, entrevesados con las leyendas de Zorrilla y algunas pocas novelas debidas a escritores de este nuestro tiempo.

Pero, ¿cómo intentar, ni permitir, que el Sr. Pereda saliese a dar un paseo, ni se encerrase a leer?

José María de Pereda

El calendario lebaniego señalaba, para aquel día expresamente, recibimiento de visitas; y el barómetro potesano marcaba tempestad de amorosos achuchones. Mientras, pues, no hubieran estrechado la mano del insigne todas las personas de valer, que habían para eso llegado de cada una de las ciento y más aldeas liebanenses, era inútil pensar en otra cosa que en seguir yo ejerciendo mi gratísima faena de presentador de grupos, y continuar el Sr. Pereda recibiendo en las manos magullamientos afectísimos, y en los oídos el martilleo estimable del "¿Qué tal?... ¿Y por allá?..." ¡Pues alegrándonos de que se caltenga bueno usted; en la aldea estamos para cuanto se precise!

Así, abrumado el distinguido huésped, nervioso, con la sonrisa en los labios y la agitación en su viva y observadora mirada, conocíase que, mientras a unos visitantes despedía y se apresuraba a recibir saludos de otros, andaba en cavilaciones para atinar cómo, en el poco tiempo aprovechable desde que llegó él a Potes, fue posible hacer que la noticia cundiese en país de caminos tan difíciles hasta las aldeas más remotas, con la oportuna rapidez para que las gentes pudieran prepararse, y reunirse, y bajar a saludarle en la villa. Y remozábame yo en tanto, aunque entonces no era viejo, con el placer de darle cada vez más motivos para cavilar, presentándole, tras de una docena de saludadores, dos docenas más; y en pos de éstos, otros pelotones, y otros, y otros, hasta que llegó el fin de la tarde y se despidieron los últimos visitantes aldeanos... ¡empezando entonces a entrar y saludarle nuevamente las personas de viso en la villa, que ya le habían visto la tarde y noche anteriores! ¡Gracias que, a deshora, se consiguió ver acabado el visiteo y cenar!

-¡Qué ganas de quedar solo y en silencio y a obscuras tendrá este buen señor!...-pensaba yo, cuando al dormitorio iba guiándole; -Rendido como está, de fijo que echarse en la cama y quedar dormido con el más profundo sueño, todo será obra de un minuto!

Y para no retrasar el momento de su descanso, le saludaba en despedida, cuando con paradisiaco sosiego me advirtió:

-Me agrada, después de acostado, leer un poco; por lo cual, si tiene usted a mano un libro, y quiere dármele...

-¡Demonio! -exclamé interiormente, sintiendo en mí el horror de los horrores:- ¡este Sr. Pereda está de malas! De cierto que, molestado porque ha venido a verle tanta gente, me pide ahora un libro, aposta para enfermar de los ojos y así vengarse, consumiendo él solo en cuatro días todos los colirios y oftálmicos ungüentos que, primeramente mi abuelo, después mi tío, y luego mi cuñado, han reunido durante siglo y medio en la botica de casa. ¡Barájules, tendría eso que ver! ¡No; pues si desvelarse y quedar ciego se propone, lo que es ahora no se sale con la suya!

Y hecho por mí en un decir Jesús este mental soliloquio, fui, cogí y puse en manos del excelso novelista un libro, que trataba... ¡un perro chico regalo a quien lo acierte! trataba... ¿no hay nadie que lo adivine? trataba... ¡de AGRICULTURA!

¿No era este el mejor narcótico posible para la sobreexcitada imaginación de quien, ya en aquella fecha, tenía justa fama de magistral descriptor de Escenas Montañesas, y admirable creador de perfectísimos tipos, como los que puso en Blasones y Talegas?

Sí; el libro dado por mí fue como veneno soporífero excelente, que por aquella noche salvó al Sr. Pereda del insomnio y del peligro de cegar. Esto se prueba, recordando que, a la siguiente mañana, motu proprio, declaró él que "había dormido bien;" y tenía los ojos tan sanos, que en sus miradas relucía, como foco de muchas y grandes maravillas literarias, la incomparable Sotileza de su ingenio.

Conque ¡veamos!... sí, sí; veamos... ¡por cuáles razones he de arrepentirme de haber perpetrado aquel saludable narcotizamiento!

ILDEFONSO LLORENTE FERNÁNDEZ


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